viernes, 16 de agosto de 2013

Cat fight

“Simón vino a este mundo para traer alegría y luz a nuestro hogar”… podría ser la frase si Simón no fuera un gato, si no fuera de una de mis hermanas, si no viviéramos en un departamento, si no odiara a los gatos y si no tuviéramos que soportar el natural “celo” del animal… y no me refiero exactamente a planteos existenciales de la señorita Duquesa al distinguido Tomás O'Malley en aristogatos, sino a celo de esos trastornos hormonales que indican que el animal en cuestión está listo para engendrar nuevos mutantes que traerán a su vez descendencia fértil y nos invadirán. Ya lo decía el señor metalero en alguna provincia del interior:
Cuestión que anoche, todo parecía un jueves normal en una semana cualquiera. Volví de la facultad, la comida estaba dispuesta en la mesa, faltaba un día para el fin de semana largo y mi horóscopo en lanacion.com vaticinaba un prometedor futuro inmediato sumando, de esta manera, un acierto más en la redacción de mi vida. Como la semana anterior: “amor: pequeños conflictos anteceden a románticas reconciliaciones”, ¡no podía ser! estos señores escriben para mí; en seguida me acorde que días atrás había tirado por error la cera de depilar de mi pareja al tacho de basura (pequeño conflicto)  luego le pedí perdón y le compré un tarro nuevo (romántica reconciliación). Sentí que había una cámara oculta en mi casa, big brother, esas cosas…
Cuando termine de comer, me dispuse a derrumbarme en un sillón a disfrutar de un puro,  polvo para estornudar y mi copita de brandy. Mientras acariciaba y peinaba mis bigotes, aprovechaba  para practicar mi risa social… y fue en la primera convulsión de esa sínica carcajada cuando sentí que mis pantalones se mojaban. Sentí la sangre en mis mejillas, pues pensé en una propia desgracia, y fue una vergonzosa confusión hasta que vi que el líquido provenía de una bolsa ubicada a unos centímetros de mi pierna. El gato había estado ahí, y esa sangre de la cara subió a mi cabeza y mis pensamientos no eran racionales, pues los deseos de imperiosa muerte eran más fuertes que cualquier otra cosa.
Hecho un katrina de chanes, fui rumbo al cuarto de mi hermana para hacer el reclamo pertinente, y frente a las preguntas de mi madre, mediadora ella, que insistía con el cuestionario ante semejante alboroto, le respondí cariñosamente que “el gato me meo los pantalones, gato de mierda”.
Entré a mi cuarto haciendo caso omiso al picaporte, y me cambié de pantalón. Mientras acomodaba el resto de la ropa, mi nariz percibió un olor acido, y fue mi mano la que confirmó, gracias  al sentido del tacto, el grado de humedad de mi colchón, de mis sabanas, de mi colcha, del resto de la ropa que había allí. Me sentí morir. Si antes quería matarlo, ahora lo quería vivo, torturarlo, llevarlo a un curso de expresión para gatos y, cuando egresara, meterlo en una batea de agua y dejarlo sin respirar para levantarlo de los pelos de la nuca segundos más tardes y que dijera con voz ahogada y ojos de “gatito de shrek” la frase más esperada… -perdón Fede, no lo voy a hacer más, me zarpe boloh… llegue medio eskabio y flashe otra. Vos sabes cómo es la birra. Mala mía. Sorry men.
Con las fuerzas que me quedaban después de pensar tantas cosas sin sentido, tiré toda la ropa al pasillo, al grito indígena de “me meo la cama y la ropa, gato de mierda”
Fui a dar una vuelta para respirar aire  fresco, oxigenar la sangre, contar hasta diez, hacer una conference call con ravi sri sri que estaba tomando el té con buda (diferencia de horario con china  por eso el té), quien también aporto sus humildes consejos a la situación.
Volví y le pedí perdón a mi hermana por mis exabruptos,  sin promesa de mejora en próximas ocasiones similares, pero con la firme intención de no ser un loco desquiciado que solo toma brandy y estornuda.
Ella puso la ropa a lavar, yo ordené el cuarto. Reinaba la paz. Triunfó la hermandad.
Me fui a acostar a la cama de Nacho, que estaba de viaje. Metí un pie. Otro.
Me tape con la sabana, levanté la colcha del piso… y me tape hasta la nariz literalmente pues agosto tiene esos días frescos todavía. Y mis labios se humedecieron. Pero no era mi saliva el producto ni mi lengua el medio… era la manta, y el pis. Y me levanté muy calmo, saque todo, lo puse a lavar, me lave la cara y las manos, puse una sabana nueva, tire lisoform® (siempre haciendo la pregunta de por qué no avanzan en su investigación aprovechando que van por la eliminación del 99,9% de los gérmenes… ¿mira si ese 0,1 es el que quedó en mi cama?) y cerré los ojos pensando “meo la cama de nacho también… gato de mierda”.

jueves, 4 de abril de 2013

Vientos pamperos

La conversación que estaba teniendo con Carola se perdió en el murmullo de las burbujas provocadas por el nuevo jacuzzi para diez personas instalado en el jardín de la casa en la que vivía con su marido, el gran magnate “mesié” Philippe.
Mis días eran perfectos en Uruguay, y mi máxima preocupación era que los tres cubitos de hielo aguantaran unos minutos más en mi vaso de coca light.
Los duendes mantenían el tanque lleno de la camioneta, y la heladera ofrecía manjares con cada nueva búsqueda.
En esa parrilla ardían las brazas de leña y una pata de cordero absorbía todo el calor que pasaba por ahí.
Ella me esperaba en el sillón del living y cuando las miradas se cruzaban se materializaba en el aire la expresión viva del amor eterno.
El cajero me daba pesos uruguayos que convertiría un rato después en dólares verdes contantes y sonantes...
PERO:
Pero desde que puse un pie en Buenos Aires, el castillo de cartas fue atacado por una suerte de viento pampero.
El taxista que me llevo desde el puerto hasta mi casa fue muy amable y se soñaba como futuro dueño de una Ford f-100 para pisar a motociclistas, ciclistas y peatones. Decidí, en consecuencia, dejarle mi celular en el asiento de atrás para ayudar con su empresa.
Mi tarjeta de crédito quedo en un cajero atrapada; realmente sigo sin poder que en pleno auge tecnológico, una máquina electrónica se equivoque 3 veces en leer bien mi clave de cuatro digitos. Aunque el problema no fue eso, sino darme vuelta y enfrentar a una fila de 12 personas sedientas de dinero.
Eso no fue nada, porque aún me quedaba mi tarjeta de debito, que ayer use la para sacar plata. Cuando ya tenía el billete en mis manos, decidí dejar el plástico ahí reposando.
Cuando llegue esta mañana al trabajo me informaron que mi área no existe más, y que el líder de la misma, quien fuera mi mentor profesional, dejaba su cargo. No por motu proprio.
Quizás te acepte un whisky hoy después de la facultad, yo invito.

martes, 5 de febrero de 2013

Me han dicho que he dicho un dicho

No por mucho madrugar amanece más temprano, me dijo papá cuando me levante, sorprendido de verme a esa hora.
A quien madruga, Dios le ayuda. Además… en boca cerrada no entran moscas, le contesté mientras buscaba el frasco de café.
Más sabe el diablo por viejo que por diablo, respondió asertivo,  y se fue a trabajar a la planta embotelladora, dejándome con la palabra en la boca.
Yo entiendo que quien te quiere bien te hará llorar, pero siento que es muy estricto. Habla como si supiera todo.

Me fui caminando al colegio de mal humor, pensando que no hay rosas sin espinas, pero mejor malo conocido que bueno por conocer.
La primera hora de literatura fue para el olvido. Mientras la profesora me entregaba la nota del examen rendido la tarde anterior, murmuraba quien siembra vientos, recoge tempestades.
Giré la cabeza y lo vi a Gonzalez con su sonrisa burlona pintada, otra vez había zafado, pero yo sabía que se había copiado.  Garabateó algo en su cuaderno y lo levanto de forma tal que solo yo lo viera: “en el país de los ciegos, el tuerto es rey”.  Quería levantarme de mi lugar y pegarle. ¡Qué deshonesto!, aunque en el fondo tenía algo de razón, pues yo no había hecho merito para aprobar. No iba a gastar pólvora en chimango.
A modo de consuelo me recordé que Dios aprieta pero no ahorca, y salí al recreo a tomar un poco de aire.  Solo faltaban dos semanas para el final de clases y muerto el perro, se acabó la rabia.