jueves, 5 de julio de 2012

En mi colectivo no se roba

El tiempo paso, y perfeccioné mi técnica luego de un sinfín de aventuras desde aquella primera vez en la que, no sin cierta timidez y vergüenza, increpé a un amigo de lo ajeno para que soltara una billetera sin recibir más que miradas indiferentes a cambio.
Tengo un talento que uso en beneficio de la humanidad, para que las personas que viajen conmigo se sientan tranquilas y seguras, y puedan jugar con sus hijos entre los asientos con tierra de la línea 152 o 62 y puedan dejar sus mochilitas en los pasillos sin temor a ser víctimas de un robo calificado.
Vivir con un fantasma en la nuca, perseguido cuando sacas el Ipod tuch vigésima generación para pasar al siguiente tema musical, contar dólares conseguidos a cambio oficial  obtenidos de la venta de tu casa de fin de semana, o dormir una siesta no son más problemas si yo, Fede, le pido al chofer un pasaje de $1,20 y me ubico cerca de la puerta del medio, para controlar el flujo de personas.
¿Qué poder es ese? Se preguntará algún lector ocasional que llegue a estas líneas.
El poder de identificar, reducir, hacer confesar y expulsar a los malhechores, carteristas y arrebatadores de las líneas de transporte.
El poder es solamente una alarma interna que me permite identificar al sospechoso.
Esto me trajo muchos problemas, pues las primeras veces, increpaba al susodicho sin haber antes corroborado la identidad, antecedentes ni ocultas intenciones. La gente empezó a sospechar que yo estaba loco, que tenia conductas violentas injustificadas y tomaban inmediatamente distancia. Lo solucioné esperando un poco más de tiempo. Le di lugar al maleante para que concrete la acción y yo reacciono en consecuencia.
Me tome el 152 en Córdoba y Alem a las 13:20 para ir a una escribanía de Santa Fe al 1400 a firmar un papel. Lo vi en el medio del colectivo. Masculino, 45 años, rasgos del altiplano, mirada curiosa, andar inquieto. Pasaron 7 cuadras, y llegando a Retiro, realizó un movimiento sospechoso. Tocó el timbre. Y cuando se estaba por bajar lo vi. Algo blanco en su mano. Un celular. Cualquier amateur podría decirme que “quien no tiene un celular si las estadísticas muestran una penetración de telefonía móvil de 1,3 equipos por persona en Argentina”. Pero para los ojos de un científico calificado del robo de poca monta algo andaba mal. Se abrió la puerta, y un segundo más tarde los dos estábamos trenzados en una lucha cuerpo a cuerpo en el cordón de la vereda. El aparato blanco yacía en el piso luego de la caída; la tapa por el otro.
Me pude incorporar, lo levante (al aparato) (al electrónico), y pregunté a viva voz: “¿a alguien le falta su celular?” “A mí no” “ A mí tampoco”. Un frio me recorrió la espalda. Nuevamente mi postura justiciera se ponía en jaque. ¿Y si el acusado era el verdadero dueño? Por suerte, unos segundos más tarde, una ansiosa voz reclamaba su pertenencia.
Mientras el delincuente se alejaba, volví a subir por la puerta del medio, para encontrarme con un cálido aplauso de recompensa, algunas palmadas en la espalda, y tres insistentes ofertas de tomar algún asiento (que tan en alza cotizan en horas pico).

El debate no tardó en instalarse. ¿Vale la pena correr el riesgo o mejor hacerse el sota y que cada uno se cuide?

Mi postura es clara: En mi colectivo no se roba.