jueves, 27 de octubre de 2011

Pero la hice reír.

Hacia solo 213 días que estaba esperando las fechas del recital de Manu Chao en Rosario.
Las cadenas de mails con mis amigos eran un cotorreo incesante, la distribución de los autos para el viaje desde Capital Federal, las alternativas de campings, el sorteo para ver quien se ocupaba de preparar los sándwiches… todo contemplado, nada librado al azar.

El día finalmente llegó. 15 de noviembre. Martes. La euforia se desato para todos, pero no para mí. Los chicos sabían de mi trabajo, pero me alentaron igual a que pidiera el día libre. Las excusas eran un abanico: “decí que tenes una enfermedad terminal”, “contales la verdad, te van a entender”, “renuncia que después vemos que hacemos” “no sos vos, soy yo”

- Marcela, ¿te puedo hacer una pregunta? – Le dije con una sonrisa inocente a mi supervisora.
- Si, Federico (solo me decía Federico cuando estaba de mal humor)
- Eh.. –dubitativo. La suerte estaba echada, así que proseguí.  – Puedo faltar el martes 15 para ir al recital de un grupo de música que me gusta y toca en…

Pero no pude terminar la frase porque sus ojos se llenaron lentamente de lagrimas, y una sorda carcajada salió primero desde su garganta en forma muy ronca, moviendo las cuerdas vocales oxidadas por el desuso, luego retumbaron en la caja fonadora que armaba la cavidad bucal, para salir segundos después espásticas y libres al mundo exterior por unos extensos cuatro segundos.

Me dijo que no, pero la hice reír.

miércoles, 26 de octubre de 2011

130

Estaba yendo un mediodía a pedir un certificado médico (apto físico) para el trabajo, para poder participar del campeonato de futbol  que organizaba la empresa.
Me dispuse a esperar el 130 en el centro, para ir a una clínica que queda cerca del museo Malba.
-  “Hace diez minutos que no pasa” comento una de esas octogenarias señoras de la cola a la que nadie le pregunta nada pero sienten la necesidad de informar al resto.
Cuando llegó, después de otros minutos más, estaba lleno de gente.
De repente, cuando pase la máquina de boletos despues de haber depositado mi peso con veinte... lo vi. Ahí estaba con su cara de inmigrante, su traje a rayas, su  corbata fuera de temporada,  su sobretodo arriba del brazo y esa característica mirada atenta a movimientos de carteras y mochilas.
Pero había un problema. Contrario a todas las otras experiencias de esta índole que habia tenido, la persona en cuestion era demasiado grande, tipo patovica de boliche. Dice la frase: “el que pega primero pega dos veces”. Había que planear bien la estrategia, porque corría peligro mi integridad física.
Lentamente y con agiles movimientos camuflados en el constante traqueteo del colectivo, el hombre se acerco a su víctima. Trate de buscar a algún cómplice. Alguien que estuviera viendo la situación, pero me di cuenta de que estaba solo. Los ipods y blackberrys estaban haciendo de las suyas otra vez.
La víctima: una chica que tenía la mochila ADELANTE. Si, adelante, o sea que tener la mochila adelante hoy en día no es garantía de estar a salvo.
Puso su sobretodo arriba del bolsillo chico y empezó la maniobra de hurto.
En ese momento, y con miedo de que los latidos de mi corazón me delataran, me arrojé sobre el potencial ladrón. 84kg concentrados en un puño se estamparon en su ojo izquierdo. ¿El problema? Si veía que era YO el que le había pegado, un simple cálculo fisico-matematico le alcanzaría para darse cuenta de que contaba con ventaja física.
Cada vez que se quería dar vuelta para mirarme, le daba un nuevo golpe, esta vez en la parte posterior de la cabeza, intentando llevarlo hacia la puerta. Una chica colgada de mi brazo me rogaba que no mate al malhechor. Y yo tratando de explicar que estaba abriendo una mochila ajena.
Le pedí al chofer de buena manera que abriera la puerta. Paso un segundo que fue una eternidad. No quería que se diera vuelta y me viera. Le rogué al chofer de manera imperante que abriera la puerta. Finalmente le imploré con una nota en mi voz que mostraba nerviosismo, que por favor me abriera la puerta para sacar a esta persona del habitáculo. Y cuando la doble hoja central finalmente dejo espacio suficiente, el masculino de tez morena salió catapultado.
Giró, y me vio… miedo. Desafío de miradas. Miro alrededor, miro para abajo, vio un puñado de  piedras, las agarró y las quiso arrojar contra mí, atentando en realidad contra todos  los presentes.
Como si estuviéramos jugando al “quemado”, saltamos mitad para cada lado del colectivo. Yo me asomaba un poquito para gritarle “hijo de puta andate” y el amagaba con las piedras en la mano y volvíamos otra vez a los escondites. Hasta que se avivo el chofer, cerró la puerta y arrancó.
Algunas miradas se cruzaron, pero nadie dijo nada. No había nada que decir. Dos paradas mas adelante me baje, y me di cuenta de que estaba temblando. Me di vuelta para ver como se alejaba el 130, ya a salvo. Algunos curiosos me miraban por la ventana todavía.