“Simón vino a este mundo para traer alegría y luz a nuestro
hogar”… podría ser la frase si Simón no fuera un gato, si no fuera de una de
mis hermanas, si no viviéramos en un departamento, si no odiara a los gatos y
si no tuviéramos que soportar el natural “celo” del animal… y no me refiero
exactamente a planteos existenciales de la señorita Duquesa al distinguido Tomás O'Malley en
aristogatos, sino a celo de
esos trastornos hormonales que indican que el animal en cuestión está listo
para engendrar nuevos mutantes que traerán a su vez descendencia fértil y nos invadirán.
Ya lo decía el señor metalero en alguna provincia del interior:
Cuestión que anoche, todo parecía un jueves normal en una
semana cualquiera. Volví de la facultad, la comida estaba dispuesta en la mesa,
faltaba un día para el fin de semana largo y mi horóscopo en lanacion.com vaticinaba
un prometedor futuro inmediato sumando, de esta manera, un acierto más en la redacción
de mi vida. Como la semana anterior: “amor: pequeños conflictos anteceden a románticas
reconciliaciones”, ¡no podía ser! estos señores escriben para mí; en seguida me
acorde que días atrás había tirado por error la cera de depilar de mi pareja al
tacho de basura (pequeño conflicto) luego le pedí perdón y le compré un tarro
nuevo (romántica reconciliación). Sentí que había una cámara oculta en mi casa,
big brother, esas cosas…
Cuando termine de comer, me dispuse a derrumbarme en un sillón a disfrutar de un puro, polvo para estornudar y mi copita de brandy. Mientras acariciaba y peinaba mis bigotes, aprovechaba para practicar mi risa social… y fue en la primera convulsión de esa sínica carcajada cuando sentí que mis pantalones se mojaban. Sentí la sangre en mis mejillas, pues pensé en una propia desgracia, y fue una vergonzosa confusión hasta que vi que el líquido provenía de una bolsa ubicada a unos centímetros de mi pierna. El gato había estado ahí, y esa sangre de la cara subió a mi cabeza y mis pensamientos no eran racionales, pues los deseos de imperiosa muerte eran más fuertes que cualquier otra cosa.
Hecho un katrina de chanes, fui rumbo al cuarto de mi hermana para hacer el reclamo pertinente, y frente a las preguntas de mi madre, mediadora ella, que insistía con el cuestionario ante semejante alboroto, le respondí cariñosamente que “el gato me meo los pantalones, gato de mierda”.
Entré a mi cuarto haciendo caso omiso al picaporte, y me cambié de pantalón. Mientras acomodaba el resto de la ropa, mi nariz percibió un olor acido, y fue mi mano la que confirmó, gracias al sentido del tacto, el grado de humedad de mi colchón, de mis sabanas, de mi colcha, del resto de la ropa que había allí. Me sentí morir. Si antes quería matarlo, ahora lo quería vivo, torturarlo, llevarlo a un curso de expresión para gatos y, cuando egresara, meterlo en una batea de agua y dejarlo sin respirar para levantarlo de los pelos de la nuca segundos más tardes y que dijera con voz ahogada y ojos de “gatito de shrek” la frase más esperada… -perdón Fede, no lo voy a hacer más, me zarpe boloh… llegue medio eskabio y flashe otra. Vos sabes cómo es la birra. Mala mía. Sorry men.
Con las fuerzas que me quedaban después de pensar tantas cosas sin sentido, tiré toda la ropa al pasillo, al grito indígena de “me meo la cama y la ropa, gato de mierda”
Fui a dar una vuelta para respirar aire fresco, oxigenar la sangre, contar hasta diez, hacer una conference call con ravi sri sri que estaba tomando el té con buda (diferencia de horario con china por eso el té), quien también aporto sus humildes consejos a la situación.
Volví y le pedí perdón a mi hermana por mis exabruptos, sin promesa de mejora en próximas ocasiones similares, pero con la firme intención de no ser un loco desquiciado que solo toma brandy y estornuda.
Ella puso la ropa a lavar, yo ordené el cuarto. Reinaba la paz. Triunfó la hermandad.
Me fui a acostar a la cama de Nacho, que estaba de viaje. Metí un pie. Otro.
Me tape con la sabana, levanté la colcha del piso… y me tape hasta la nariz literalmente pues agosto tiene esos días frescos todavía. Y mis labios se humedecieron. Pero no era mi saliva el producto ni mi lengua el medio… era la manta, y el pis. Y me levanté muy calmo, saque todo, lo puse a lavar, me lave la cara y las manos, puse una sabana nueva, tire lisoform® (siempre haciendo la pregunta de por qué no avanzan en su investigación aprovechando que van por la eliminación del 99,9% de los gérmenes… ¿mira si ese 0,1 es el que quedó en mi cama?) y cerré los ojos pensando “meo la cama de nacho también… gato de mierda”.
Cuando termine de comer, me dispuse a derrumbarme en un sillón a disfrutar de un puro, polvo para estornudar y mi copita de brandy. Mientras acariciaba y peinaba mis bigotes, aprovechaba para practicar mi risa social… y fue en la primera convulsión de esa sínica carcajada cuando sentí que mis pantalones se mojaban. Sentí la sangre en mis mejillas, pues pensé en una propia desgracia, y fue una vergonzosa confusión hasta que vi que el líquido provenía de una bolsa ubicada a unos centímetros de mi pierna. El gato había estado ahí, y esa sangre de la cara subió a mi cabeza y mis pensamientos no eran racionales, pues los deseos de imperiosa muerte eran más fuertes que cualquier otra cosa.
Hecho un katrina de chanes, fui rumbo al cuarto de mi hermana para hacer el reclamo pertinente, y frente a las preguntas de mi madre, mediadora ella, que insistía con el cuestionario ante semejante alboroto, le respondí cariñosamente que “el gato me meo los pantalones, gato de mierda”.
Entré a mi cuarto haciendo caso omiso al picaporte, y me cambié de pantalón. Mientras acomodaba el resto de la ropa, mi nariz percibió un olor acido, y fue mi mano la que confirmó, gracias al sentido del tacto, el grado de humedad de mi colchón, de mis sabanas, de mi colcha, del resto de la ropa que había allí. Me sentí morir. Si antes quería matarlo, ahora lo quería vivo, torturarlo, llevarlo a un curso de expresión para gatos y, cuando egresara, meterlo en una batea de agua y dejarlo sin respirar para levantarlo de los pelos de la nuca segundos más tardes y que dijera con voz ahogada y ojos de “gatito de shrek” la frase más esperada… -perdón Fede, no lo voy a hacer más, me zarpe boloh… llegue medio eskabio y flashe otra. Vos sabes cómo es la birra. Mala mía. Sorry men.
Con las fuerzas que me quedaban después de pensar tantas cosas sin sentido, tiré toda la ropa al pasillo, al grito indígena de “me meo la cama y la ropa, gato de mierda”
Fui a dar una vuelta para respirar aire fresco, oxigenar la sangre, contar hasta diez, hacer una conference call con ravi sri sri que estaba tomando el té con buda (diferencia de horario con china por eso el té), quien también aporto sus humildes consejos a la situación.
Volví y le pedí perdón a mi hermana por mis exabruptos, sin promesa de mejora en próximas ocasiones similares, pero con la firme intención de no ser un loco desquiciado que solo toma brandy y estornuda.
Ella puso la ropa a lavar, yo ordené el cuarto. Reinaba la paz. Triunfó la hermandad.
Me fui a acostar a la cama de Nacho, que estaba de viaje. Metí un pie. Otro.
Me tape con la sabana, levanté la colcha del piso… y me tape hasta la nariz literalmente pues agosto tiene esos días frescos todavía. Y mis labios se humedecieron. Pero no era mi saliva el producto ni mi lengua el medio… era la manta, y el pis. Y me levanté muy calmo, saque todo, lo puse a lavar, me lave la cara y las manos, puse una sabana nueva, tire lisoform® (siempre haciendo la pregunta de por qué no avanzan en su investigación aprovechando que van por la eliminación del 99,9% de los gérmenes… ¿mira si ese 0,1 es el que quedó en mi cama?) y cerré los ojos pensando “meo la cama de nacho también… gato de mierda”.