La conversación que estaba teniendo con Carola se perdió en el murmullo de las burbujas provocadas por el nuevo jacuzzi para diez personas instalado en el jardín de la casa en la que vivía con su marido, el gran magnate “mesié” Philippe.
Mis días eran perfectos en Uruguay, y mi máxima preocupación era que los tres cubitos de hielo aguantaran unos minutos más en mi vaso de coca light.
Los duendes mantenían el tanque lleno de la camioneta, y la heladera ofrecía manjares con cada nueva búsqueda.
En esa parrilla ardían las brazas de leña y una pata de cordero absorbía todo el calor que pasaba por ahí.
Ella me esperaba en el sillón del living y cuando las miradas se cruzaban se materializaba en el aire la expresión viva del amor eterno.
El cajero me daba pesos uruguayos que convertiría un rato después en dólares verdes contantes y sonantes...
PERO:
Pero desde que puse un pie en Buenos Aires, el castillo de cartas fue atacado por una suerte de viento pampero.
El taxista que me llevo desde el puerto hasta mi casa fue muy amable y se soñaba como futuro dueño de una Ford f-100 para pisar a motociclistas, ciclistas y peatones. Decidí, en consecuencia, dejarle mi celular en el asiento de atrás para ayudar con su empresa.
Mi tarjeta de crédito quedo en un cajero atrapada; realmente sigo sin poder que en pleno auge tecnológico, una máquina electrónica se equivoque 3 veces en leer bien mi clave de cuatro digitos. Aunque el problema no fue eso, sino darme vuelta y enfrentar a una fila de 12 personas sedientas de dinero.
Eso no fue nada, porque aún me quedaba mi tarjeta de debito, que ayer use la para sacar plata. Cuando ya tenía el billete en mis manos, decidí dejar el plástico ahí reposando.
Cuando llegue esta mañana al trabajo me informaron que mi área no existe más, y que el líder de la misma, quien fuera mi mentor profesional, dejaba su cargo. No por motu proprio.
Mis días eran perfectos en Uruguay, y mi máxima preocupación era que los tres cubitos de hielo aguantaran unos minutos más en mi vaso de coca light.
Los duendes mantenían el tanque lleno de la camioneta, y la heladera ofrecía manjares con cada nueva búsqueda.
En esa parrilla ardían las brazas de leña y una pata de cordero absorbía todo el calor que pasaba por ahí.
Ella me esperaba en el sillón del living y cuando las miradas se cruzaban se materializaba en el aire la expresión viva del amor eterno.
El cajero me daba pesos uruguayos que convertiría un rato después en dólares verdes contantes y sonantes...
PERO:
Pero desde que puse un pie en Buenos Aires, el castillo de cartas fue atacado por una suerte de viento pampero.
El taxista que me llevo desde el puerto hasta mi casa fue muy amable y se soñaba como futuro dueño de una Ford f-100 para pisar a motociclistas, ciclistas y peatones. Decidí, en consecuencia, dejarle mi celular en el asiento de atrás para ayudar con su empresa.
Mi tarjeta de crédito quedo en un cajero atrapada; realmente sigo sin poder que en pleno auge tecnológico, una máquina electrónica se equivoque 3 veces en leer bien mi clave de cuatro digitos. Aunque el problema no fue eso, sino darme vuelta y enfrentar a una fila de 12 personas sedientas de dinero.
Eso no fue nada, porque aún me quedaba mi tarjeta de debito, que ayer use la para sacar plata. Cuando ya tenía el billete en mis manos, decidí dejar el plástico ahí reposando.
Cuando llegue esta mañana al trabajo me informaron que mi área no existe más, y que el líder de la misma, quien fuera mi mentor profesional, dejaba su cargo. No por motu proprio.
Quizás te acepte un whisky hoy después de la facultad, yo invito.