Sabrá disculpar la impertinencia e insolencia de mi carta al hacerlo mi confidente en un tema que, si bien usted desconoce, nos compete a ambos.
Al principio todo era normal, escuchar su voz por teléfono ofreciéndome soluciones tecnológicas es moneda corriente en estos años de auge comercial industrial.
Pero el asunto se salió de control.
Empecé a darme cuenta de que el miércoles era el día que esperaba con más ansias. Estaba atenta al teléfono y me transpiraban las manos. Me miraba en el espejo y me veía más linda, más seria, más sugerente. Trataba de poner voz de desinterés, y me ponía colorada cuando usted no dejaba desviar la conversación y se centraba en lo estrictamente laboral. Tan frio, tan distante, tan entero, tan fuerte.
“Hola Maria, ¿cómo le va? Habla Esteban”, pero yo no necesitaba que me diga nada. La noche en vela, las pulsaciones aceleradas, los sueños… “Bu..buenos días Esteban, ¿cómo anda?”
No podía evitar dibujar una sonrisa en mi cara. No podía evitar imaginarme sus ojos, su piel, nuestra piel.
Mi marido tiene sospechas. Se da cuenta de algo, y no puedo fingir más.
Esteban: quiero mirarlo a los ojos en este momento… mirarlo, y decirle... y decirle que… ¡no puedo! ¿Quién me creería?